Cientos de pececillos esperaban crecer entras las aguas sucias del espigón del puerto. Comían los desperdicios de los barcos, pululaban alegremente mientras crecían sin preocupación, no conocían otra agua que la verde tipo sopa de pescado.
Unos metros más a la derecha —otros metros más, sí, es posible— unos pescadores sentados esperaban a que los pececillos ya crecidos osaran desear comer pan con cosas o gusanos muertos por aplastamiento. Los pececillos pequeños nunca viajaban esos metros a la derecha, pues no habían crecido, pero en cuanto lograban el tamaño preciso a costa de alimentarse en el agua sopa de color verde, conocían de cerca al pescador sentado que les ponía miga de pan con cosas para hacerles picar. Veían la luz o al menos eso creían ellos antes de dejar de respirar.