Escucho a un hombre roto que se ofrece a enseñarme soñar. No es mala idea pues los sueños bonitos cansan, terminas agotado, deseas terminarlos para ver qué queda de todo lo soñado. No queda nada, te has cansado para nada. Le digo que no, que ya vengo enseñado de casa, que no me fío. Bueno esto no se lo digo, sólo lo pienso. Uno puede aprender a todo, pero a veces no compensa. ¿De qué manera te pueden enseñar a ver un paisaje? ¿cómo transmito lo que me producen los campos segados de Soria a un gallego, a un chino, a un africano? No es posible enseñar a soñar con las eras de Soria, con la mies recogida con las manos, con la aventadora y el trillo. No puedo mandarle olores y sabores, texturas o palabras, los colores negros de la ropa de mi abuela o los grises de mi tía. Soñar no se enseña, se aprende.