Como es lógico las calles están llenas de millones de personas. Incluso en una ciudad grande hay cientos de miles de personas paseando, ocupando las calles. Y eso son cientos de miles de posibilidades prohibidas de reflejar posturas, miradas, rostros, siluetas, acciones.Estéticamente las personas en las calles son un complemento imprescindible. Nadie se imaginaría las calles vacías, excepto en cierto tipo de historias. Pero lo curioso es que no nos podemos mirar, y mucho menos atrapar con un cristal fotográfico.
La privacidad es muy alta, excepto cuando es en países alejados, en donde ya las cosas cambian, a base incluso de pequeños engaños entre todos.
Podemos mostrar guerras, sociedades de hambre y miseria, pero no es posible pasear por tu ciudad y fotografiar a personas.
Incluso tampoco monumentos y ciertos edificios, con derechos de autor. Es como si todos tuviéramos que vivir en un mundo ficticio, en donde nada se puede retener en la memoria.
Podemos ir dejando pistas por las calles a través de y con nuestras tarjetas de crédito, con nuestros móviles que son capaces de decir a qué lugar vamos y cuanto tiempo vamos a estar allí.
También se puede saber con qué otros teléfonos móviles —de personas en concreto— nos hemos juntado, acercado, parado y hablado equis segundos o minutos.
Pero no podemos mirar con nuestros ojos la figura de una persona para que no se sienta ofendida. Seríamos considerados unos mirones asquerosos.
Es curiosa la forma que tenemos —como sociedad— de permitir unas cosas y prohibir otras.
¿Tendría que haber desenfocado más al señor de la bolsa roja?